El sociólogo alemán Klaus Meschkat, que acompaña procesos sociales en América Latina desde los años 60, cumple, en el día de hoy, 80 años. En homenaje a este marxista no dogmático, miembro del Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas al Desarrollo de la Fundación Rosa Luxemburgo, publicamos su ponencia en el seminario Democracias en Disputa, en Bogotá, del 3 de septiembre de 2015.
“Las fuerzas revolucionarias victoriosas deben precaverse contra sus propios diputados y funcionarios”: Marx, Engels, Lenin, la “dictadura del proletariado” – y el progresismo latinoamericano
Por Klaus Meschkat
En sus ensayos sobre el llamado progresismo y las perspectivas de los gobiernos progresistas en la región andina, Eduardo Gudynas nos enseña cómo la noción y el contenido de la democracia ha cambiado en el curso del desarrollo de estos regímenes – en el sentido de un debilitamiento de la “democracia” como fue entendida en la tradición de la izquierda. Él constata una diferencia que aumenta cada vez más entre el progresismo y lo que el mismo autor llama “la izquierda clásica en América Latina”.
En el título de mi ponencia no figura esta izquierda clásica sino que se habla de las izquierdas. Estoy de acuerdo con el plural, porque desde mi llegada a América Latina hace casi medio siglo, observaba una variedad de tendencias que reclamaban ser de izquierda, con dos vertientes principales: La primera, numéricamente más fuerte, fue una izquierda vinculada con los centros del comunismo internacional, primero Moscú y más tarde también Beijing o Albania, que por un tiempo también pretendían representar el más puro espíritu leninista. Para todas estas variantes de partidos comunistas, el llamado “centralismo democrático” leninista fue la encarnación de una democracia verdadera y todos creyeron que la democracia más perfecta se había realizado en algún lejano país, patria de los obreros del mundo.
La segunda corriente, representada por unos intelectuales destacados, trataba de recuperar la herencia de un Carlos Marx libertario y antiautoritario, una izquierda cosmopolita que buscaba relaciones internacionales en un intercambio entre iguales, protagonistas de una así llamada Nueva Izquierda, que se había iniciado por la ruptura de unos individuos y grupos con el marxismo soviético, y llegó a su punto de culminación en los movimientos del 68. Un hombre ejemplar para esta corriente en América Latina me parece ser Aníbal Quijano.
Para esta corriente, lo esencial fue volver a un marxismo no deformado por el estalinismo. Por eso fue necesario volver a la lectura de Marx con ayuda de pensadores marxistas de las primeras décadas del siglo XX, como Rosa Luxemburgo, Karl Korsch, Max Adler, Antonio Gramsci, pero también José Carlos Mariátegui en América Latina. Hace medio siglo, se hizo un trabajo editorial muy importante en Argentina y México por José Arico y otros destacados intelectuales, con los libros de “Pasado y Presente”, traducciones de autores clásicos de un marxismo independiente, y también de los debates en la Rusia soviética antes del triunfo de Stalin, como por ejemplo las actas de los primeros congresos de la Internacional Comunista.
Un libro dentro de esta herencia es la traducción de lo obra de un comunista heterodoxo alemán, Arthur Rosenberg, “Democracia y Socialismo”, publicado primero en 1938. Releer este libro para mí fue muy útil para poder hablar sobre izquierdas y democracia. Hay muchos textos que nos explican la teoría de Marx sobre democracia a base de sus escritos, comenzando con su crítica a la apología del Estado del filósofo Hegel – pero (con la excepción de la biografía clásica de Franz Mehring) no son tantos los autores que nos muestran a Marx y Engels como luchadores para la democracia en sus actuaciones y declaraciones en distintos épocas y momentos históricos.
Antes de la revolución de 1848, Marx y Engels entendieron su pequeña organización, la Liga Comunista, como parte del gran movimiento democrático, se autodefinían como comunistas y demócratas y así actuaron, Marx como redactor de la revista demócrata Nueva Gaceta Renana y Engels incluso participando en las luchas defensivas de los demócratas armados del Sur de Alemania contra las tropas prusianas. En el Manifiesto del Partido Comunista proclamaron el papel destacado del proletariado en una futura revolución – pero no se les ocurrió separar el proletariado industrial, todavía minoría en la mayoría de los países europeos, de las masas de los oprimidos: trabajadores de todo tipo, campesinos y pequeña burguesía. La revolución contra el régimen reaccionario de la Santa Alianza debería ser una revolución de un movimiento democrático de las masas.
En este concepto de la democracia, Marx y Engels reclamaron la herencia de la izquierda de la Gran Revolución Francesa. No se hizo, como lo hacen los politólogos eruditos de hoy día, una diferencia entre una democracia de determinados procedimientos formales y los contenidos democráticos: democracia siempre implicaba una transformación social para mejorar la situación material de los oprimidos y explotados. Se consideró el sufragio universal como el instrumento más adecuado para llegar a una representación parlamentaria en la cual los “demócratas” tendrían mayoría y podrían superar la resistencia de las viejas fuerzas feudales y las nuevas del Gran Capital.
Después de la derrota de la revolución de 1848 por la intervención coordinada de las fuerzas del viejo orden, se perdió poco a poco esta fe en los resultados necesariamente “democráticos” del sufragio universal. Ya el régimen de Napoleón III sabía usar el sufragio de sus súbditos en procesos plebiscitarios para fortalecer su dominio. Surgió la pregunta: ¿cuáles serían los caminos políticos adecuados del movimiento democrático para vencer las fuerzas de la reacción, y cuáles serían las características de un nuevo orden político después de la victoria del proletariado y sus aliados?
La teoría de Marx, su Critica de la Economía Política, no permite una respuesta fácil a este tipo de preguntas. En contra de lo que piensan los predicadores de un marxismo vulgar, Marx no nos da recetas para los procesos de emancipación, ni para las estructuras de un futuro orden socialista. Debemos a Marx una teoría del capitalismo que incluye la identificación de la clase social capaz de superarlo, pero los métodos y caminos de lucha no se podían definir por vía de deducción de una teoría general. Por eso Marx se puso a estudiar las acciones reales de los obreros y sus aliados en una situación de confrontación revolucionaria, tal como se daba en el movimiento insurreccional de París en 1871.
La Comuna de París fue el resultado de una situación excepcional de la capital francesa en el curso de la guerra entre Francia y Alemania, después de la derrota militar espectacular de Napoleón III. El Emperador y su ejército fueron presos en manos de los alemanes, y un nuevo gobierno francés tenía que firmar la paz en condiciones muy duras para Francia. Solamente París, siempre mucho más a la izquierda que el resto de Francia, ahora cercada por tropas alemanes, no quería rendirse, y su Guardia Nacional, compuesta en su mayoría por obreros y artesanos, no se dejó desarmar.
El gobierno nacional, legitimado por elecciones nacionales con una mayoría de partidos monárquicos, tuvo que retirarse de París a Versalles, dejando el campo libre para un autogobierno de la capital por la Comuna, el que apenas duró dos meses. Terminó con la entrada de la tropas contrarrevolucionarias de Versalles, parte de ellas compuestas por soldados presos liberados por los alemanes para este propósito, que rompieron la resistencia del pueblo de París en la semana sangrienta, la última semana de mayo de 1871, produciendo una verdadera masacre con alrededor de 30 mil muertos.
Carlos Marx, que observaba los sucesos en Francia desde su exilio en Londres con mucha atención, había prevenido a sus partidarios en París contra acciones insurreccionales prematuras. Pero pocos días después de la derrota de la Comuna escribió su famoso manifiesto para la Internacional sobre “La Guerra civil en Francia”, declarando su solidaridad incondicional con los vencidos. Para él, a pesar de su corta duración, la Comuna mostró rasgos de una democracia superior en múltiples aspectos que no se pueden desarrollar en una corta ponencia. Prefiero citar un párrafo del prólogo de Engels, escrito 20 años después de la Comuna:
La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al llegar al poder, no puede seguir gobernando con la vieja máquina del estado; que, para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera tiene, por una parte, que barrer toda la vieja máquina represiva utilizada entonces contra ella, y, por otra parte, precaverse contra sus propios diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento (Carlos Marx/Federico Engels, Obras Escogidas en dos Tomos, Tomo I, Moscú 1955, p. 461.).
Aquí se resume lo realmente novedoso de la Comuna, sin entrar en un análisis de sus medidas democráticas, que obviamente no podían madurar en las pocas semanas de su existencia. En mi opinión, Engels toca el problema central de la democracia que no está resuelta con la instalación de la república basada en el sufragio universal. Como los autoproclamados servidores de la sociedad se convierten en señores de ella, se puede ver, según Engels, no sólo en las monarquías hereditarias, sino también en las repúblicas democráticas. Escribe Engels en 1891: No hay ningún país en que los políticos formen un sector más poderoso y más separado de la nación que en Norteamérica. Aquí cada uno de los dos grandes partidos que alternan en el gobierno está a su vez gobernado por gentes que hacen de la política un negocio (p. 461).
Al final de su prólogo, Engels llega a su famosa afirmación, Últimamente, las palabras “‘DICTADURA DEL PROLETARIADO’ han vuelta a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, quieren saber qué faz presenta esta dictadura? Miren a la Comuna de Paris: ¡he aquí la dictadura del proletariado! (p. 463).
Esta cita puede servir para entender mejor lo que significa la famosa “dictadura del proletariado“ en Marx y Engels. Para ellos, “dictadura” no es una forma dictatorial del régimen político, sino otro término para “dominio de clase”. Así, la dictadura de la burguesía puede tener distintas formas políticas, como la monarquía constitucional, la república representativa, el bonapartismo, el fascismo, tal vez también el progresismo.
Pero la dictadura del proletariado, como lo muestra la Comuna de Paris, tiene necesariamente una forma democrática, una democracia más amplia, más profunda que la pura democracia representativa. Esta forma sí se basa en el sufragio, como afirma Marx: Nada podía ser más ajeno al espíritu de la Comuna que sustituir el sufragio universal por una investidura jerárquica (p.499). Pero hay varios reglamentos para impedir que los delegados se alejen de sus bases: por ejemplo, no reciben más remuneración que el salario promedio de un obrero, son siempre revocables, tienen que asumir no solamente tareas de control, sino tareas concretas del ejecutivo.
En la Comuna realmente existente no hubo un líder absolutamente indispensable ni un partido de vanguardia para dirigir el proceso. En el consejo de la Comuna hubo coexistencia de varias corrientes y grupos políticos: entre ellos Blanquistas, Proudhonistas, Bakunistas, incluso unos pocos seguidores de Marx. La idea de un partido único que incluso afirma su monopolio en una constitución como en Cuba es totalmente ajeno a lo que fue la Comuna, y también al pensamiento de Carlos Marx.
La Comuna de Paris y su interpretación por Marx no jugaba un papel importante en los debates de la segunda internacional antes de la Primera Guerra Mundial. El mismo Engels, que ya había visto la posibilidad de que la “democracia pura” podría ser instrumento de la burguesía, es decir, antidemocrática, opinaba poco antes de su muerte que el partido socialdemócrata -recordemos que así se llamaron los marxistas en estos tiempos- podría llegar al poder por el aumento paulatino de su votación en elecciones generales.
Fue solamente en 1917 cuando Lenin, en su obra “Estado y Revolución”, logró una reconstrucción del auténtico pensamiento de Marx sobre la Comuna de Paris, al vincularlo con las particularidades de la Revolución Rusa. Según él, fueron los soviets, que ya habían aparecido en la Revolución Rusa de 1905 y nuevamente después de febrero de 1917, los que incorporaron nuevamente los principios de la Comuna de Paris. Fueron órganos insurreccionales y de una democracia de base: los consejos obreros organizando huelgas contra la guerra a veces con la aspiración de controlar sus fábricas, los consejos de soldados que destituyeron a sus oficiales y les sustituyeron por votación, también consejos de campesinos que se tomaron la tierra.
Estos soviets tenían un papel destacado en un proceso revolucionario – pero según la convicción de la gran mayoría de la izquierda, este proceso debería culminar en una Constituyente para una nueva república rusa. En las ciudades principales Petrogrado y Moscú donde ya existía un proletariado de la gran industria, los bolcheviques en el curso de 1917 llegaron a conseguir la mayoría, no así en las vastas regiones del campo ruso, en el mundo campesino donde todavía dominaban los populistas del partido socialrevolucionario, que también buscaban tener la mayoría en una futura Asamblea Constituyente.
Fue en esta coyuntura cuando Lenin lanzó la consigna “Todo el poder a los soviets”, tomando en cuenta que los bolcheviques podrían dominar el Congreso de los Soviets más fácilmente que una Constituyente. Contra la resistencia de varios viejos bolcheviques, Lenin y Trotski decidieron tomarse el poder central en una acción atrevida del Comité de Guerra del Soviet de Petrogrado. Sabían que según las reglas del sufragio universal en toda Rusia su partido todavía era minoría, pero esperaban que el ejemplo de la Revolución de Octubre fuera la señal para las revoluciones en los países avanzados de Europa Central y Occidental, y que el centro de la revolución mundial rápidamente se trasladara de Moscú a Berlín. Por eso la importancia de la Revolución Alemana, de la cual trataremos más adelante.
En Rusia se instaló un nuevo gobierno revolucionario con Lenin en la cabeza, primero en una coalición de los bolcheviques con los socialrevolucionarios de izquierda, tomando las medidas que Lenin había prometido: salir de la guerra y comenzar con la distribución de la tierra de los terratenientes a los campesinos. Pero las masas campesinas todavía mantuvieron su fe en los socialrevolucionarios, por lo cual éstos ganaron las elecciones para la Constituyente.
Para eliminar cualquier peligro para el nuevo poder soviético se decidió disolver la Asamblea Constituyente después de una sola sesión en enero 1918. El argumento principal de Lenin fue que los soviets como autoridad democrática eran mucho más democráticos que una asamblea parlamentaria burguesa.
Pero el desarrollo posterior muestra que no se trataba del poder de los soviets, sino del papel dirigente del partido bolchevique. Parcialmente por la actitud intransigente del mismo Lenin, pero también por las condiciones de una guerra civil contra las fuerzas contrarrevolucionarias, los soviets quedaron sin poder real. En las fábricas ocupadas por los obreros, su manejo por consejos obreros cedió el control a los directores nombrados desde arriba. En el Ejército Rojo, con la inclusión de viejos oficiales zaristas como expertos indispensables, se reinstaló la disciplina militar. Todo eso culminó en la destrucción de la Comuna de Kronstadt en 1921.
En el mismo año 1918 llegó también el final del Imperio de Guillermo II en Alemania. A pesar de que la mayoría de la socialdemocracia había votado a favor de los créditos para la guerra en 1914, en el curso de una guerra con un sinnúmero de víctimas y sin una perspectiva para Alemania de ganarlo, surgió y se fortaleció una oposición radical, también en forma de consejos obreros en las fábricas que prepararon grandes acciones de huelga contra la guerra a partir de 1916. Fue una fuerza política que buscaba el fin de la guerra, y la caída del emperador se debió a este movimiento “consejista” que se difundió también en las fuerzas armadas: fueron los consejos de los soldados en la armada de la ciudad de Kiel los que se negaron a obedecer a sus oficiales y así comenzaron la Revolución de Noviembre en 1918.
Y en las fábricas de los grandes centros industriales, especialmente en Berlín, creció un movimiento de consejos con gran capacidad de movilización. Igual como en Rusia, el fin del Imperio implicaba la posibilidad de una transición a otro sistema político que podría ser la democracia representativa o un sistema basado en los consejos obreros, siguiendo el modelo soviético. La socialdemocracia de la mayoría y los sindicatos se opusieron a esta opción, promovida por el grupo “Spartakus” que había nacido en el seno de la socialdemocracia de la izquierda y luchaba por una revolución radical basada en los consejos de obreros y soldados.
Pero el primer congreso nacional de estos consejos en diciembre de 1918 rechazó esta opción, porque tenía todavía una mayoría de los socialdemócratas que odiaban una revolución radical. Una gran mayoría de estos “consejistas” no quería el poder supremo de los consejos, votó a favor de la elección de una asamblea nacional y abrió el camino hacia la República de Weimar. La pequeña organización de los espartaquistas ensayó corregir este rumbo por vía de una insurrección mal preparada en enero 1919: las tropas de la derecha derrotaron este ensayo fácilmente, y entre las víctimas de operaciones posteriores, siempre con el aval de los socialdemócratas, estuvieron Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.
Si bien el camino hacia un nuevo sistema político basado en consejos fue cerrado, esto no terminó con los consejos de las fábricas y las ideas de una reestructuración de la economía a base de consejos a todos los niveles, hasta incluso un Consejo Nacional para la Economía. En los años 1919 y 1920 hubieron muchos debates en este sentido: la línea de los “Obleute” (hombres de confianza) revolucionarios desarrollo su sistema de “democracia de consejos pura”, sin posibilidades de ponerlo en práctica.
Pero incluso en la socialdemocracia oficial surgieron varias tendencias con la finalidad de combinar la democracia representativa con estructuras democráticas en la economía, basadas en los consejos y sus federaciones al nivel regional y nacional, incluso previsto en la Constitución de Weimar. También se destacaron valiosos teóricos marxistas que nos dejaron escritos sobre el problema de los consejos obreros como formas superiores de la democracia, entre los cuales el más importante fue sin duda Karl Korsch. Gran parte de su obra está traducida al castellano y es accesible en las ediciones de “Pasado y Presente” ya mencionadas.
Pero ¿por qué vale la pena volver a estos viejos textos y estudiarlos, y en qué medida esto puede servir en las luchas actuales contra determinadas tendencias antidemocráticas en los actuales regímenes llamados progresistas? Hay que evitar malentendidos. Si se recomienda estudiar las revoluciones del Siglo XX, no buscamos modelos o recetas en la historia europeas para imitarlos en situaciones muy distintas de la América Latina de nuestros tiempos. Por lo contrario, más bien se trata de aprender de los fracasos y sus causas en lugar de imitar ejemplos ficticios.
Sin duda, para una ampliación de la democracia en América Latina hay condiciones positivas y también obstáculos específicos, diferentes de los que encontramos en otros continentes. Existen obstáculos fuertes en tradiciones como el caudillismo, culminando hoy día en fenómenos del hiperpresidencialismo que aparecen también en los regímenes progresistas. Pero también hay factores positivos: el principio del Buen Vivir, como aparece en las Constituciones de Ecuador y Bolivia, implica un potencial democrático porque postula al fortalecimiento de estructuras de cooperación y solidaridad todavía no totalmente destruidas por el avance de las fuerzas destructivas del capitalismo.
Algunos problemas universales siempre reaparecen en el curso del desarrollo de los movimientos democráticos, en distintos continentes y tiempos históricos. Uno de estos problemas recurrentes es la relación entre la democracia representativa, con sus logros y límites, y las formas de una democracia directa o “participativa” en el curso de profundas transformaciones sociales. Muchos debates de las Constituyentes en Ecuador y Bolivia enfocaron esta problemática, tratando de combinar una democracia “formal” con formas de autogobierno de los productores inmediatos. Las luchas para la realización de las autonomías indígenas en Bolivia se pueden entender como una nueva manifestación de la vigencia de la idea “consejista”.
Los Consejos Comunales y Comunas en Venezuela, como parte central de la estrategia chavista , parecen tener una relación directa con la tradición consejista de un siglo atrás. Pero su introducción en el contexto muy distinto de una sociedad deformada por el rentismo petrolero implica nuevos problemas: no hay ejemplos históricos de consejos y comunas subvencionadas desde arriba, por un Estado central que dispone de recursos inagotables – mientras los precios del petróleo en el mercado mundial lo permitan.
Y en el mejor de los casos, estas estructuras de autogobierno solamente existen al nivel de los consejos de base, llegando en algunos casos a unidades más grandes, si se logran formar comunas con actividades productivas. Sin embargo, esto no resuelve el problema más importante de una ampliación de la democracia: el control democrático de la cúpula del Estado, incluyendo las actuaciones de todos sus dirigentes.
Si no existe la posibilidad real de corregir las decisiones del máximo líder como consecuencia de un debate abierto, es probable que la sociedad tenga que pagar un precio muy alto por sus errores y omisiones. Si las estructuras consejistas no llegan hasta arriba, por lo menos se deben mantener los mecanismos de un mínimo control del ejecutivo en una democracia representativa, con todos sus límites y deformaciones inevitables.
En vista de la experiencia con los gobiernos progresistas en la última década, es recomendable recordar una importante lección que Engels sacó de la Comuna de Paris: las fuerzas revolucionarias victoriosas deben precaverse contra sus propios diputados y funcionarios.